Me gustaban las mujeres. No tenía demasiado claro qué quería decir pero lo sabía desde hacía rato. En realidad, lo que sabía desde hacía rato es que no veía nada de malo en la homosexualidad. Eso es lo único que sabía. Pero lo sabía desde muy chiquita, cuando todo es bueno o malo o sí o no. Sigo sin saber por qué, cómo lo aprendí y quién me lo enseñó. Como a los 9 años en un brote de excitación protoepifánica le dije a mi sobrina -también de 9 años –  “¡Pará! ¿Cómo sabemos que en realidad no es todo al revés y lo que está “bien” es que los varones estén con varones y las mujeres con mujeres?”. Nos llevó un rato, pero llegamos a la lapidaria respuesta razonada por dos nenitas “si fuera así, las personas nos extinguiríamos” que zanjó el debate por más o menos una década.

10 años no es nada. Yo quería estar con Laura. En realidad estaba con Laura cuatro horas al día en el liceo, y casi todas las tardes (y noches) en su casa o la mía, y los fines de semana en algún boliche. Casi ininterrumpidamente. Desde que nos conocimos en la fila para anotarnos en el noble instituto Alfredo Vázquez Acevedo. Una mañana entera de charla mientras esperábamos en el patio y que suspendimos brevemente para ir hasta mi casa y volver a la tarde a retirar el comprobante de inscripción. Una tarde que pasó a ser una noche girando en los sillones de pana azul de mi padre como giraba el hielo en el vasito que tenía hielo y una madrugada en la que las dos dijimos que nos gustaban las mujeres,  en la que Laura me contó de Pamela y yo inventé una historia con un nombre que ni me acuerdo y en la que después de muchas vueltas y bastante hielo, confesamos qué nos pasaba cuando estábamos con hombres,  lo que nos dolían, cómo en el fondo sabíamos que no nos querían y cómo lo que más queríamos era que alguien nos acariciara la cabeza aunque lo que ellos más elogiaran de nosotras era que los “dejábamos con los ojos dados vuelta”. Al otro día nos inscribimos en Bachillerato y a los pocos meses, con una excusa cualquiera, estuvimos juntas. Y no cambió todo. De hecho, en realidad no cambió nada. Pero se sacudió todo.

Como un terremoto. Casi como un terremoto. Como el segundo antes de un terremoto. El mismo vértigo. Si “terremoto” fuera algo que te morís de ganas de hacer, claro.

Estuvimos juntas pero no estábamos solas. Capaz el problema fue eso. Nosotras queriendo escribir garabatos y coreografías cuando en realidad éramos más bien bailarinas como las de las cajitas, dando vueltas y vueltas con música de otro, para que mire otro. No estábamos solas, pero a mí me parece que queríamos estar juntas. Ahora me parece. Ahora me parece que no nos animábamos a hacer lo que queríamos y que nos acomodamos, nos ajustamos, cocinamos con lo que había. No sé a ella,  a mí me parecía que había tiempo. Que eventualmente algo iba a pasar y eso que parecía una duda tan grande, se iba a resolver solo. Que nos íbamos a dar cuenta que nada nos gustaba más que ir juntas por la calle, sabiendo que estábamos juntas. Que al final de todas las vueltas de todas las noches de todos los hielos de todos los tipos, lo que más nos gustaba era abrazarnos, acariciarnos la cabeza y darnos besos.

Pero no pasó. Salieron otras cartas – de mazos de otra gente – y se deshizo el terremoto. Y sacudió tanto al deshacerse como había sacudido al hacerse. Solo que al final todo quedaba como antes. Como si nada. Hubo réplicas. Varias. Como en todos los terremotos. Cada tanto había algún nuevo movimiento. Reencuentros,  charlas,  algunas noches, algunos bailes y algunos besos. El mismo placer alegre, tan diferente del que conocía y que experimentaba con hombres,  mucho más oscuro,  mucho más mecánico,  mucho más incómodo. Los mismos orgasmos con sonrisas inmensas que encandilan para afuera y para adentro. Pero nada cambiaba El Orden de las Cosas. Ninguna de las réplicas movió tanto una tierra -ya llena de escombros- como para cambiar esas cartas.

El Orden de las Cosas estaba zanjado: Nos gustaban las mujeres. Me gustaban las mujeres. Había estado con mujeres. Habían sido mis mejores amigas. Me gustaba estar con ellas, besarlas, abrazarlas. Me gustaba caminar juntas. Extrañaba pieles, formas y olores y sobre todo, los tiempos de la sexualidad entre mujeres cuando no estaba con mujeres. Pero mis parejas,  mis compromisos,  mis “relaciones” eran con hombres. El sexo con mujeres era mucho más hermoso, más dulce, definitivamente más rico. Pero la atracción,  la pasión, La Literatura no estaba, no existía. Y a esa altura, yo no sabía si era aprendido o natural.  Los hombres nos odiaban y nosotras a ellos pero estábamos con hombres. No éramos lesbianas: nos gustaban las mujeres. Zanjado. Por unas décadas más.

20 años no es nada. Pero cambia todo. Mi pareja me había contado que durante un año entero Claudina le había confesado que yo le gustaba,  que me quería, que estaba enamorada de mí. Yo había estado con ella un par de veces, sin saber nada de esto. Pensando que querría probar o que sé yo, fue idea de ella. Pensando que a ella, como a mí, capaz le “gustaban las mujeres” aunque no era lesbiana. Habían pasado unos buenos diez años desde entonces. Habían pasado unos buenos diez años desde todo. Dos divorcios, tres hijos, mucho palo literal y metafórico. Nos encontramos, nos pusimos al día y pasamos la noche juntas. Y ahí sí, como si hubiera un tiempo mejor que otro para destrozarlo todo, vino el terremoto. Y esa vez, sí, cambió todo. Era momento de hacer algo.

Pensé y pensé y repasé y comparé y recordé. Me llevó bastante tiempo y mucho esfuerzo. Revisé todo. Lo que había entendido hasta ese momento por “atracción”, lo que se suponía que pasaba en una relación sexual, lo que yo no conocía pero sabía que tenía que existir. Lo que implicaba una relación con un hombre si se era mujer. Lo que era cambiable y corregible y arreglable y construible. Lo que no. Lo que era desigual y opresivo y humillante. Me puse a escribir. Me puse a recordar. Me puse a discutir. Y tomé una decisión. Lo decidí. Tranquila, confiada, contenta lo decidí. Hombres nunca más.

No sabía cuánto tiempo me iba a llevar sacarme sus marcas, sus cadenas disfrazadas de romance, sus manipulaciones. Es toda una institución. Es la institución donde se fabrica todo. Es donde nos nacen a esto. A este sistema, al patriarcado capitalista que nos vende cosas para que compremos y nos vende como cosas que compran otros. Pesa una tonelada. No sabía cuánto me iba a llevar pero sabía que no más. Y sabía que tenía que relacionarme con mujeres. Que tenía que conocer mujeres, mirar mujeres, hablar con mujeres, mirar películas sobre mujeres. Que tenía que romper el campo magnético ese que hacía que por más amigas que fuéramos, por más que hubiéramos intimado, nunca tuviera la misma intimidad, la misma confianza, el mismo vértigo con una mujer que con un hombre. A esa altura ya sabía que el campo magnético ese no tenía nada de “natural”. Que era un alambrado. Hecho. A propósito. Para que me quedara adentro de una cajita que cada vez que respirás, se achica así que o te vas ahogando o te vas ahogando adentro. Para que siguiéramos pensando que el destino inevitable de cualquier mujer es el velo, la panza, la teta, los platos. Y me dediqué a romperle un pedacito todos los días. A desafiliarme. De a pasitos. Hasta que un día, conocí a una mujer. Por internet. No por vecindad, ni por edad, ni por accidente, ni por estudio ni por trabajo. Fijamos una cita y nos encontramos.

Mi primera cita oficial con una mujer fue la mejor cita de toda mi vida. Duró 72 horas y sigue hasta mañana por lo menos, aunque espero que siga hasta que me muera. Me llevó 20 años. 20 años de tenerle miedo a La Mirada, miedo a mirar a una mujer como una mujer que mira – no como una nena que espera aprobación ni como una “femme fatale” que abajo del circo de seducción al gusto del mercado, también espera aprobación y que le acaricien la cabeza-, y miedo a ser mirada por una mujer de una forma tan ridículamente prohibida y escondida que se podría decir que no existe si no fuera porque la estoy vi(vi)endo. La mirada febril y deseante. La mirada tímida y compañera. La mirada genuina de los ojos más lindos del mundo en los que brilla todo y no tenés miedo nunca más.

Hace ya unos años que comparto mi vida con una persona que puedo conocer, a la que puedo entender, a la que disfruto amar. Hace unos años que se rompió el bloque yinyangdemierda amor=dolor, que no siento que la cama es una mesa de examen ordalía el premio de schrödinger. Hace ya unos años que siento que la vida no es una mesa de examen, que no entro ni a la cama ni a la vida calculando cómo voy a hacer para salir de ahí cuando se complique todo y yo tenga más para perder y menos tiempo para correr siempre.

Hace unos años que, casi como Adán, lo que nombro, existe. Deseo. Placer. Amistad. Confianza. Yo.

Y yo creo que existen porque lo nombro con mis mismas palabras, con mi misma fuerza, con mis mismos ritmos, con mi mismo idioma, mirando la misma mirada. La mirada que es un continuo – o así me lo parece al menos desde el centro mismo del remolino. La mirada que me nombra y cuando me nombra, me crea, me inventa, me hace.

Me nombra viva. (Ni sumisa ni amoldada ni adaptada ni afiliada ni ninguna otra palabra muerta).

Me nombra mujer. (Sin adornitos ni voladitos ni contratos transaccionales ni disecciones pornetas que me dividen en partes anatómicas, metonimias de mierda).

Me nombra lesbiana.

dancing-in-the-street