En 2012, apenas empecé a interesarme en el feminismo, leí «Quiero una tregua de 24 horas sin violación» de Andrea Dworkin.  Es una charla que dio en 1983, para «500 hombres y algunas mujeres», organizada por un grupo llamado «National Organization for Changing Men», en Español, «Organización Nacional para Cambiar a los Hombres». En la introducción, Dworkin explica lo complicado que fue para ella asistir a ese evento y lo que la motivó a hacerlo a pesar de las dificultades. Dice que «de alguna manera, era un sueño hecho realidad. ¿Qué le dirías a 500 hombres si pudieras?» y que el texto de la charla es la manera en la que ella usó esa oportunidad.

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Yo no había leído nada de Andrea Dworkin ni de ninguna otra feminista radical, pero hacía 35 años que vivía en este mundo y eso alcanzó;  Andrea Dworkin fue la primera feminista radical que me mostró la dimensión absoluta de lo que significa que lo personal es político, y mi primera experiencia de hermanamiento con las mujeres a través del dolor desesperado y el amor revolucionario compartidos por nuestra existencia como mujeres, independientemente de nacionalidades, idiomas, ideologías, edades, etnicidad, clase, y, en este caso, del tiempo, fue este texto.

Una de las maneras en las que me gano la vida es traduciendo y subtitulando, es decir, parafraseando y resumiendo, y a esta altura no sé si es razón o consecuencia, pero hay muchas áreas de mi vida en las que»traduzco y subtitulo», además de mi trabajo, remunerado o voluntario. Nunca había visto una traducción tan simultánea como la que Andrea Dworkin hizo en este texto, como si estuviera oyendo mi corazón y lo tradujera a mis ojos, mientras la leía, y a la vez, yo pudiera oír el suyo, desesperado, inmenso, implacable.  Todo lo que yo quería decirle a todos los hombres del mundo estaba ahí.  Ninguno que lo leyera podría decirme que todavía no quedaba claro de qué estamos hablando.

Andrea Dworkin sabía perfectamente a quiénes les hablaba en la charla que dio

para 500 hombres y algunas mujeres,

organizada por un grupo llamado Organización Nacional para Cambiar a los Hombres

en 1983.

Hoy, los llamamos «feministos, aliados, unicornios, deconstruidos», etc.  Andrea consideró qué decirles y eligió antes que nada, «que no tenemos tiempo. Nosotras, las mujeres. No tenemos “para siempre” (…) Y estamos dentro de un sistema de humillación del que no hay escape para nosotras». Y después de explicar el por qué y el cómo de todo esto, y detallar con precisión quirúrgica lo que podían y deberían hacer al respecto, después de explicarles tan claramente que lo que más necesitamos es que paren,  lo único que pidió fue una tregua de 24 horas. Un día. Nada más.

Apenas comencé a interesarme por el feminismo radical, leí este texto. Yo quería decirle algo a todos los hombres del mundo, y también, claro, y sobre todo, al que tenía al lado, con angustiante desesperación, y no sabía exactamente qué ni cómo. Este texto había sido creado para hombres, así que decidí empezar por ahí. Fue una experiencia abrumadora. In a good way. También in a good way. Pero fue dolorosa, en tanto parte de un proceso que inevitablemente tendrá dolor, entre múltiples experiencias íntimas y profundas, como es la conciencia feminista.

Andrea Dworkin me cautivó, entre otras cosas, por la claridad sincera con la que expresó, en ese momento de su proceso y de su vida, la misma angustiante desesperación y el mismo doloroso amor que yo solamente había podido sentir, sin palabras, 29 años después del discurso, en otro continente, en otro idioma, y siete años después de que Andrea Dworkin hubiera muerto. Decidí traducirlo porque leer este texto fue para mí una especie de ceremonia de inauguración, en la que, en lugar de cortarse una cinta, se hubiera creado una, que me une a Andrea, a todas las mujeres que compartimos esta conciencia, y a mí mísma. Creo ahora que el hilado y creación de esas cintas es de lo que se trata la conciencia feminista y por eso pienso que este texto me hizo una feminista radical, porque allí encontré «mi primera cinta» y porque la obra de Andrea Dworkin lamentablemente no está oficialmente traducida al Español.

En trece libros de teoría feminista, ficción y poesía, Andrea nos deja el impresionante, exhaustivo y agotador desarrollo, inteligente, agudo, riguroso, honesto y emocionante, de una angustiosa desesperación inspirada en un doloroso amor, evidente y conmovedor por las mujeres, pero no exclusivamente. De las más feroces injusticias cometidas contra Andrea Dworkin, y por extensión, contra las mujeres a la que su obra /cinta nos unió, está en haberla vilipendiado con saña y cobardía vampírica por «odiar a los hombres». ¿Cuánto más se puede amar a los hombres que dedicarse a convencerlos de que paren de ser unos monstruos? ¿Cuánto más que continuar creyendo en su humanidad, “contra toda evidencia”?

Para mí, fue doloroso ir entendiendo de feminismo entre varones, amándolos y a la vez sintiendo su rechazo, su sarcasmo cruel, sus posturas defensivas, sus reacciones violentas, humillando, satirizando, relativizando, gaslighteando. Dolía querer convencerlos de que pararan de odiarnos, drenaba, consumía, seguir «contra toda evidencia», apelando a su humanidad. No necesito, pero puedo imaginar con total claridad lo que debe haber sido para ella. Nos une la misma cinta y sé que la mueve el amor –aunque más no sea porque recuerdo hombres reales, mesas y camas reales,  desnudez real y metafórica- cuando se para frente a ellos y les muestra todo lo que le han roto, a ver si paran.

Duele creer en la humanidad de los hombres «contra toda evidencia». Sabemos que pueden cambiar, que su misoginia no es un destino bíblico ni genético, y duele que no cambien, y que no paren. Duele que «no tenemos para siempre». Ese día, Andrea Dworkin se desvió de su recorrido con grandes complicaciones para ir a hablarle a 500 hombres de la organización de hombres que querían cambiar, y decirles que necesitamos que paren. Algunos lo tomaron bien, otros mal y dos quisieron pegarle ahí mismo, cuando se iba de la sede de la charla que tuvo lugar en 1983.

Andrea Dworkin murió en 2005. Desde la década de 1970, su vida y su nombre representaron la guerra de las mujeres contra la violencia sexual, a través de sus múltiples manifestaciones, especialmente la violación, la pornografía, y el comercio sexual. Hasta su muerte, Andrea luchó por la liberación de las mujeres de la dominación masculina, en un mundo cada vez más invadido de misoginia y tergiversaciones, y en plena explosión de la industria sexual asociada a las nuevas tecnologías.  En 2000, publicó una nota en los periódicos The New Statesman y The Guardian, en la que denunciaba haber sido drogada y violada en un hotel en Francia. Misóginos y feministas dudaron de su testimonio privada y públicamente, incluyendo a su esposo, el escritor homosexual, hoy activista GTBQ+, John Stoltenberg, y mostraron o bien felicidad, o bien “preocupación” por la salud mental de Andrea, con alguna activista llegando a preguntar “¿Quién podría querer violar a Andrea?”

Julie Bindel, periodista y autora lesbiana feminista radical narra que, desde entonces, Andrea no volvió a ser la misma. A pesar de ello, le dijo, en una entrevista en 2004:Pensé que me había rendido, sentí que me iba a rendir, sentí que no tenía adónde más ir, pero siento una vitalidad nueva, y quiero ayudar a las mujeres…“los libertarios están ganando esta guerra, y si nos rendimos ahora, a las nuevas generaciones de mujeres se les dirá que el porno es bueno para ellas y lo creerán”.  A Andrea Dworkin la motivaba el amor, a pesar de todo el sufrimiento y todo el horror: «Julie, todas las mujeres estamos atadas con una correa, porque todas somos oprimidas. Pero aquellas que llegan a la adultez sin haber sido violadas o golpeadas, tienen una correa más larga que aquellas que sí. Debería ser que las que tienen correas más largas hacen más para ayudar a las demás. Pero no es así como funciona, así que somos nosotras quienes damos la batalla”.

Hace poco que soy lesbiana, y hace menos que entendí qué tiene eso que ver con el feminismo radical. El amor inagotable de Andrea alcanzaba como para insistir en apelar a la humanidad de los hombres, pero estaba dedicado a las mujeres. A todas, las de «correas más largas» y «más cortas».  Para Andrea Dworkin, el “amor por las mujeres es el suelo en el que se enraiza mi vida. (…)En cualquier otro suelo, moriría. Si soy fuerte de alguna manera, es por el poder y la pasión de este amor que nutre. Hay un orgullo en el amor nutritivo que es nuestro terreno común, y en el amor sensual, y en la memoria de la madre, y ese orgullo brilla tan brillante como el sol de verano al mediodía”. Andrea creía, con razón, que el futuro traería una “tormenta terrible” que haría difícil recordar el sol y el brillo. “Mientras tengamos vida y aliento, no importa cuán oscura sea la tierra que nos rodea, ese sol todavía arde, todavía brilla. No hay hoy sin ese sol. No hay mañana sin ese sol. No hubo ayer sin ese sol. Esa luz está dentro de nosotros: constante, tibia y sanadora. Recuérdenlo, hermanas, en los oscuros tiempos que vendrán”.

Andrea murió en 2005, a los 58 años. Tengo 40 años y también quisiera una tregua de 24 horas sin violación, pero ya no intento convencer a los hombres de que la hagan realidad, porque no tenemos para siempre. Hemos explicado y hemos amado lo suficiente, y más. Y hemos esperado demasiado. En los últimos años, he aprendido más sobre mí, las demás mujeres, y el mundo que en toda mi vida. La mayoría de esa información ya la tenía, pero no lo sabía. Andrea me dio mi primera traducción, de mí, de las demás mujeres y del mundo. En palabras de Julie Bindel,  “sin Andrea, las generaciones de feministas serían deliberadamente ignorantes sobre el significado y el efecto de la pornografía, así como sobre superar el deseo de aprobación masculina para poder decir la verdad sobre la vida de las mujeres”.

No tenemos para siempre.  Vivimos una tormenta terrible y no tenemos para siempre. Tenemos el amor y el orgullo, tenemos el sol, que todavía arde, y todavía brilla, a pesar de todas las guerras, sin tregua.

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Algunas traducciones de textos de Andrea Dworkin están acá.